jueves, 21 de julio de 2011

Del exceso

Apenas si se oía un ligero rumor procedente del interior, algo así como 
una respiración ahogada o un ronquido un tanto subterráneo. Su tarea 
parecía una labor nocturna desempeñada en pleno día por un trabajador 
huraño, de gran fuerza, pero mudo.
Transitar las páginas de La taberna es, literalmente, transitar el exceso, pues no ofrece solamente la descripción expresionista de uno de los extremos de la realidad, sino el camino entero de degradación que los une. Heredero de la rica tradición realista engendrada por Balzac y perfeccionada por Flaubert, en una época de intensa producción rusa con Tolstoi y Dostoyevski, Émile Zola utiliza el borde agudo de la poesía para desentrañar la modernidad. Su historia, abiertamente contraria a las preferidas por los románticos, secciona la emergente ciudad industrializada, hasta encontrar la fuente de esfuerzo, resignación y vicio que la nutre.

La taberna es una novela ejemplar del siglo XIX. Extensa, medida, poética, recorre sabiamente los detalles más importantes de una historia que dura alrededor de veinte años, tal como lo exige el método naturalista. Considerando que La taberna es parte de una serie de varias novelas se puede apreciar mejor la intención estética totalizadora de Zola.
La progresión casi hiperrealista de los personajes que constituyen La taberna se estructura de acuerdo a  un proceso de desencanto del mundo, en una aproximación casi existencialista hacia la realidad, que se resuelve en esfuerzo, resignación y vicio.
Por su parte Coupeau tampoco comprendía, según dijo, que
mucha gente pudiera beber semejantes vasos de aguardiente, 
y que después se quedaran tan tranquilos.
Coupeau, la víctima más brutal de la taberna, es un ejemplo del proceso de degradación. En el segundo capítulo de la novela, cuando Gervaise empieza a reponerse del abandono de Lantier, mientras beben apenas una guinda en la taberna del tío Colombe, Coupeau se gana su confianza con un argumento irrebatible: él no bebe. Gervaise, quizás más decepcionada de los hombres que Eugenia Grandet o Emma Bovary, accederá a casarse con él simplemente porque no puede negarle la felicidad a nadie, y, en el fondo, alentada por su sobriedad.
El esfuerzo de Coupeau durante los primeros años fue prometedor. Aunque analfabeto, con su trabajo disciplinado y sobrio había logrado una posición de obrero acomodado, y acariciaba con Gervaise la posibilidad de ser dueños de un local. Fortuna quiso sin embargo que tuviera un accidente, y durante su convalecencia, por la influencia en extremo envidiosa de su hermana y su cuñado, agarró el primero de sus vicios: la pereza.
Zola percibe la realidad en la complejidad de sus relaciones de causa y efecto; y esto, sumado a su paciencia y minuciosidad narrativas, le permite la construcción de un universo verosímil. Así, la degradación de Coupeau se aleja de la elipsis moralizadora, y se convierte en la muestra tenaz y constante de una voluntad dedicada a la autodestrucción.
Hasta su muerte, tras días de alucinaciones alcohólicas, Coupeau transita un camino largo y acompasado que sustrae la posibilidad de la alarma. Si bien los umbrales que atraviesa son cada vez más brutales, hay mayor brutalidad a su alrededor, y esta lo justifica. El enamorado y sobrio Coupeau de las primeras semanas de La taberna, ahora bebe semanas enteras, duerme en medio de sus propias inmundicias y golpea a su mujer. Y, sin embargo, otros grandes bebedores como Mes Bottes e incluso el viejo Bazouge terminan la historia si no como empezaron, incluso un poco mejor.
En el fondo, la casa no le parecía fea. Por entre los pingajos colgados de las ventanas podían percibirse algunos alegres detalles, tales como un tiesto con un alhelí en flor, una jaula de canarios con sus correspondientes gorjeos, y algunos pequeños espejos junto a las ventanas, cuyos reflejos tenían la apariencia de brillos estelares.
Pero no solo el alcoholismo y la pereza de Coupeau fueron causantes de la tragedia. En ese laberinto que Zola propone como espejo de la vida, Gervaise desciende sus propios escalones al infierno. Su vida está llena de detalles pintorescos y fatales, como las papeletas de la casa de empeño que brillan sobre el velador la primera madrugada de la novela, para reaparecer sutil y justificadamente el día del banquete en su casa, o el color del arroyo de la tintorería, que pasa del verde y azul profundos al negro.
Al igual que con Coupeau, durante los primeros años el esfuerzo de Gervaise le permite recuperarse incluso del accidente de su esposo y, con ayuda de su vecino Goujet, ha instalado una tienda propia, con ayudantes a su cargo.
Sin embargo, todo ese esfuerzo, además de la edad, deteriora paulatinamente el espíritu de Gervaise. De pronto, ante sus ojos aparece brutalmente la realidad de su clase, su fragilidad ante los voraces apetitos de Lantier y de Coupeau, la angustia de tener que trabajar hasta el día de su muerte. Así, poco a poco, Gervaise pierde su voluntad y, adormecida por el infernal calor de las planchas, su espíritu se rinde al igualmente adormecedor vapor de la gula. Pero aunque la debilidad de su espíritu será protagonista de su desgracia, esa misma debilidad es causada por otros factores.
La angustia que le produce la sordidez de su existencia sume a Gervaise en el vicio de la gula, actitud que parecerá razonable pues, y era cierto, ella mantenía una familia de cinco personas, y algunos amigos.   Al principio eran golosinas lo que compraba como recompensa merecida a sus esfuerzos. Durante meses esta actitud no cambió, y el equilibrio y la felicidad parecían posibles. Pero si los meses no son peso suficiente en la vida del trabajador, los años sí lo son. Las comilonas en casa de Gervaise se volvieron, con los años, más frecuentes y abundantes, sin que ella pudiera percibir aún su desgracia.
En la mitad de la novela tiene lugar un banquete en casa de Gervaise. Entonces, sus comilonas ya tenían fama en el edificio donde tenía su local, y en toda la calle, y varios vecinos se congregaron para ver a una quincena de personas devorar ternera, cerdo, pato y ensalada, hasta quedar satisfechos. El exagerado menú que Gervaise preparó con anticipación obligó a los participantes a destapar varias botellas de vino para lograr la digestión. La borrachera en que terminó el banquete supuso el anticipo inadvertido de que su suerte estaba echada: la gula y la embriaguez, unidas desde ahora, degradarán a Gervaise y Coupeau hasta la más absoluta miseria.
No solo el deseo indomable echó sus raíces aquella noche recordada durante mucho tiempo, sino también la forma en que ha de satisfacerse. Otro símbolo, los recibos de la casa de empeño, anticipan como una sombra la reaparición de Lantier. El primer capítulo de la novela, un drama intenso y poético, establece una relación simbólica entre un objeto y una acción: los boletos de la casa de empeño y el regreso de Lantier. La primera descripción de Gervaise esperando de madrugada el retorno de Lantier, se detiene también en un par de recibos, de ropa que Gervaise ha empeñado por orden de Lantier. Así mismo, horas antes del gran y último banquete que ofrecerá para satisfacer tanto su apetito como su orgullo desmedidos, Gervaise envía una prenda a la casa de empeño, para asegurarse vino abundante. En esa época tenía trabajo, y quizás recuperaría la prenda enseguida, pero ahora su espíritu conoce uno de los caminos posibles para satisfacer el vicio que lo enturbia. Y, para completar la tragedia, el exceso de egoísmo, avaricia y lujuria, que constituye el total de las pasiones humanas, encarna la red extensa de personajes que asisten a la destrucción de Gervaise, con la indiferencia y el morbo que, únicamente, podrían perdonarse al lector.

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