jueves, 28 de julio de 2011

De la frontera

Quizás Cormac McCarthy sea uno de los escritores estadounidenses más importantes de finales del siglo XX. Y a su fama no sólo contribuyen la sobriedad y eficacia de su estilo, ni la universalidad de sus temas, sino también las diversas leyendas que sobre su personalidad han circulado.
Antes de leer La trilogía de la frontera, consideraba yo un episodio de El castillo, de Kafka, como uno de los episodios más trágicos de la literatura: tras años de trámites inútiles, y en un estado lastimoso de enfermedad y de vejez, el ex capitán de bomberos y su esposa mueren sepultados por la nieve sin obtener el perdón del Castillo.
Sin embargo, y alrededor del tema de la frontera no solo como el espacio de transición entre lugares distintos, y a veces opuestos, la larga tragedia que constituye La trilogía de la frontera explora el intenso dolor que experimentan quienes transitan los límites de la vida.
All the Pretty Horses es la novela inicial, segunda cronológicamente, y en ella, el éxodo del protagonista en busca de sus fronteras está determinada por un drama social moderno. John Grady, hijo de una heredera multimillonaria y un padre adicto al póker, toma un caballo y un amigo para recorrer las tierras del sur. Su viaje se torna así la metáfora de la madurez: el niño haciéndose cargo de sí mismo. El camino que recorre John Grady, desértico y difícil para la vida pero de gran valor estético, y su caballo, amigo inseparable, le enseñarán las sutilezas básicas de la supervivencia.
Pero si bien este tema, repetido en The Crossing al igual que la contraposición entre las leyes humanas y las leyes naturales que los personajes experimentan al internarse en México, será principal en la trilogía, All the Pretty Horses privilegia la insaciable búsqueda del amor. En su aventura, John Grady conoce a la nieta de una rica terrateniente, una joven inalcanzable económica y políticamente, y se enredan en una ensoñación erótica acechada por la traición. El encarcelamiento y la batalla extrema por la supervivencia preparan a John Grady para la aventura que le espera en Cities of the plain, de la cual no saldrá confiado únicamente en la suerte.

jueves, 21 de julio de 2011

Del exceso

Apenas si se oía un ligero rumor procedente del interior, algo así como 
una respiración ahogada o un ronquido un tanto subterráneo. Su tarea 
parecía una labor nocturna desempeñada en pleno día por un trabajador 
huraño, de gran fuerza, pero mudo.
Transitar las páginas de La taberna es, literalmente, transitar el exceso, pues no ofrece solamente la descripción expresionista de uno de los extremos de la realidad, sino el camino entero de degradación que los une. Heredero de la rica tradición realista engendrada por Balzac y perfeccionada por Flaubert, en una época de intensa producción rusa con Tolstoi y Dostoyevski, Émile Zola utiliza el borde agudo de la poesía para desentrañar la modernidad. Su historia, abiertamente contraria a las preferidas por los románticos, secciona la emergente ciudad industrializada, hasta encontrar la fuente de esfuerzo, resignación y vicio que la nutre.

La taberna es una novela ejemplar del siglo XIX. Extensa, medida, poética, recorre sabiamente los detalles más importantes de una historia que dura alrededor de veinte años, tal como lo exige el método naturalista. Considerando que La taberna es parte de una serie de varias novelas se puede apreciar mejor la intención estética totalizadora de Zola.
La progresión casi hiperrealista de los personajes que constituyen La taberna se estructura de acuerdo a  un proceso de desencanto del mundo, en una aproximación casi existencialista hacia la realidad, que se resuelve en esfuerzo, resignación y vicio.
Por su parte Coupeau tampoco comprendía, según dijo, que
mucha gente pudiera beber semejantes vasos de aguardiente, 
y que después se quedaran tan tranquilos.
Coupeau, la víctima más brutal de la taberna, es un ejemplo del proceso de degradación. En el segundo capítulo de la novela, cuando Gervaise empieza a reponerse del abandono de Lantier, mientras beben apenas una guinda en la taberna del tío Colombe, Coupeau se gana su confianza con un argumento irrebatible: él no bebe. Gervaise, quizás más decepcionada de los hombres que Eugenia Grandet o Emma Bovary, accederá a casarse con él simplemente porque no puede negarle la felicidad a nadie, y, en el fondo, alentada por su sobriedad.
El esfuerzo de Coupeau durante los primeros años fue prometedor. Aunque analfabeto, con su trabajo disciplinado y sobrio había logrado una posición de obrero acomodado, y acariciaba con Gervaise la posibilidad de ser dueños de un local. Fortuna quiso sin embargo que tuviera un accidente, y durante su convalecencia, por la influencia en extremo envidiosa de su hermana y su cuñado, agarró el primero de sus vicios: la pereza.
Zola percibe la realidad en la complejidad de sus relaciones de causa y efecto; y esto, sumado a su paciencia y minuciosidad narrativas, le permite la construcción de un universo verosímil. Así, la degradación de Coupeau se aleja de la elipsis moralizadora, y se convierte en la muestra tenaz y constante de una voluntad dedicada a la autodestrucción.
Hasta su muerte, tras días de alucinaciones alcohólicas, Coupeau transita un camino largo y acompasado que sustrae la posibilidad de la alarma. Si bien los umbrales que atraviesa son cada vez más brutales, hay mayor brutalidad a su alrededor, y esta lo justifica. El enamorado y sobrio Coupeau de las primeras semanas de La taberna, ahora bebe semanas enteras, duerme en medio de sus propias inmundicias y golpea a su mujer. Y, sin embargo, otros grandes bebedores como Mes Bottes e incluso el viejo Bazouge terminan la historia si no como empezaron, incluso un poco mejor.
En el fondo, la casa no le parecía fea. Por entre los pingajos colgados de las ventanas podían percibirse algunos alegres detalles, tales como un tiesto con un alhelí en flor, una jaula de canarios con sus correspondientes gorjeos, y algunos pequeños espejos junto a las ventanas, cuyos reflejos tenían la apariencia de brillos estelares.
Pero no solo el alcoholismo y la pereza de Coupeau fueron causantes de la tragedia. En ese laberinto que Zola propone como espejo de la vida, Gervaise desciende sus propios escalones al infierno. Su vida está llena de detalles pintorescos y fatales, como las papeletas de la casa de empeño que brillan sobre el velador la primera madrugada de la novela, para reaparecer sutil y justificadamente el día del banquete en su casa, o el color del arroyo de la tintorería, que pasa del verde y azul profundos al negro.
Al igual que con Coupeau, durante los primeros años el esfuerzo de Gervaise le permite recuperarse incluso del accidente de su esposo y, con ayuda de su vecino Goujet, ha instalado una tienda propia, con ayudantes a su cargo.
Sin embargo, todo ese esfuerzo, además de la edad, deteriora paulatinamente el espíritu de Gervaise. De pronto, ante sus ojos aparece brutalmente la realidad de su clase, su fragilidad ante los voraces apetitos de Lantier y de Coupeau, la angustia de tener que trabajar hasta el día de su muerte. Así, poco a poco, Gervaise pierde su voluntad y, adormecida por el infernal calor de las planchas, su espíritu se rinde al igualmente adormecedor vapor de la gula. Pero aunque la debilidad de su espíritu será protagonista de su desgracia, esa misma debilidad es causada por otros factores.
La angustia que le produce la sordidez de su existencia sume a Gervaise en el vicio de la gula, actitud que parecerá razonable pues, y era cierto, ella mantenía una familia de cinco personas, y algunos amigos.   Al principio eran golosinas lo que compraba como recompensa merecida a sus esfuerzos. Durante meses esta actitud no cambió, y el equilibrio y la felicidad parecían posibles. Pero si los meses no son peso suficiente en la vida del trabajador, los años sí lo son. Las comilonas en casa de Gervaise se volvieron, con los años, más frecuentes y abundantes, sin que ella pudiera percibir aún su desgracia.
En la mitad de la novela tiene lugar un banquete en casa de Gervaise. Entonces, sus comilonas ya tenían fama en el edificio donde tenía su local, y en toda la calle, y varios vecinos se congregaron para ver a una quincena de personas devorar ternera, cerdo, pato y ensalada, hasta quedar satisfechos. El exagerado menú que Gervaise preparó con anticipación obligó a los participantes a destapar varias botellas de vino para lograr la digestión. La borrachera en que terminó el banquete supuso el anticipo inadvertido de que su suerte estaba echada: la gula y la embriaguez, unidas desde ahora, degradarán a Gervaise y Coupeau hasta la más absoluta miseria.
No solo el deseo indomable echó sus raíces aquella noche recordada durante mucho tiempo, sino también la forma en que ha de satisfacerse. Otro símbolo, los recibos de la casa de empeño, anticipan como una sombra la reaparición de Lantier. El primer capítulo de la novela, un drama intenso y poético, establece una relación simbólica entre un objeto y una acción: los boletos de la casa de empeño y el regreso de Lantier. La primera descripción de Gervaise esperando de madrugada el retorno de Lantier, se detiene también en un par de recibos, de ropa que Gervaise ha empeñado por orden de Lantier. Así mismo, horas antes del gran y último banquete que ofrecerá para satisfacer tanto su apetito como su orgullo desmedidos, Gervaise envía una prenda a la casa de empeño, para asegurarse vino abundante. En esa época tenía trabajo, y quizás recuperaría la prenda enseguida, pero ahora su espíritu conoce uno de los caminos posibles para satisfacer el vicio que lo enturbia. Y, para completar la tragedia, el exceso de egoísmo, avaricia y lujuria, que constituye el total de las pasiones humanas, encarna la red extensa de personajes que asisten a la destrucción de Gervaise, con la indiferencia y el morbo que, únicamente, podrían perdonarse al lector.

martes, 23 de noviembre de 2010

De la conciencia

(after Millet)



Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando, todavía.

                                                                   Borges

jueves, 23 de septiembre de 2010

De la rebeldía


Noon: Rest from Work ha sido, desde hace tiempo, una de mis pinturas favoritas. Y aunque Van Gogh me gusta particularmente, quizá sólo su habitación me produzca una sensación similar a la que experimento con esta obra. Debo confesar que soy un hombre perezoso, y que he consagrado largas horas de mi vida al ensueño. Sin embargo, ninguna de las siestas que he tomado ha sido tan placentera, como parece ser aquella en la que Van Gogh ha dispuesto sus personajes. En primer plano aparece una pareja, en un paisaje bucólico, sumida en un sueño apacible. Al hombre se lo ve más cómodo por tres aspectos esenciales: está descalzo, su ropa es más ligera, y el sombrero reposa apenas sobre su nariz y sus ojos, permitiendo que la brisa refresque el cabello sudoroso de una mañana de trabajo en el campo.

La mujer, por su parte, sin parecer incómoda, permanece con los zapatos, y una especie de paño cubre su cabeza. Sus ropas son un poco más gruesas, tendrá más calor quizás, pero goza junto al hombre de la placidez del momento. El hecho de que quien toma la siesta no sea un individuo, sino una pareja, incluye la sensualidad en una escena que cada vez resulta más paradisíaca.
Sin embargo, el placer se construye principalmente desde la autónoma disposición de los cuerpos. Si bien la idea de pareja es placentera, la de privacidad y del espacio propio lo son también. En este caso, ni el hombre posee a la mujer rodeándola con el brazo, ni la mujer lo asfixia con la cabeza sobre su pecho. El placer nace en el contacto apenas, en ese sentir no ya la carne ni el aliento, sino la mínima presencia necesaria para escapar por un instante de la soledad. Al efecto, una misma línea separa la mano, el antebrazo y ambos codos de la mujer del torso del hombre, y otra, así mismo, los separa desde los muslos hasta los pies.
La pila de trigo a cuya sombra se acuestan introduce un elemento decisivo en la construcción de la placidez: el trabajo. El trigo que tanto placer les ofrece es el fruto de su trabajo. La recompensa del trabajo en este caso es inmediata: a mediodía les ofrece sombra la pila que han ido levantando durante la mañana. Así, los tres elementos vertebrales de Noon: Rest from Work aparecen ya en el primer plano de la obra.
La idea de mediodía que obtuvimos en el primer plano, deducida obviamente de los requisitos de la sombra, se despliega en el segundo plano en el contraste cromático. Van Gogh, según lo atestiguan comentarios propios sobre su obra, tenía cierta predilección, un gusto casi excesivo por el color amarillo; en este plano de la obra, el desequilibrio del amarillo es precisamente lo que transmite esa sensación infernal y sofocante. El trigo que está fuera de la sombra se funde humeante hasta convertirse en una reverberación blanca. La oscuridad del trigo del primer plano potencia la sensación de bienestar. Y no sólo la tierra se funde; en el tercer plano, el azul del cielo también reverbera en un vapor ardiente, contenido en gruesas pinceladas blancas.
Aquí se completa también el sentido de mediodía al que se refiere la primera palabra del nombre de la obra. La idea de descanso fue extensamente descrita ya en el primer plano de representación. Ahora ya no sólo es el descanso, es el descanso precisamente a mediodía, cuando el calor es insoportable y el cuerpo, pesado. Entonces, únicamente resta introducir el tercer elemento vertebral, el que probará quizás que la siesta en la modernidad es un acto puro de rebeldía.


La idea del trabajo completa lo paradisíaco de la escena. De hecho, mediodía y trabajo, a pesar de ser sustantivos, actúan como adjetivos de la palabra descanso, potenciando su expresión. Además, la rebeldía será precisamente el movimiento que suscite el tratamiento del discurso del trabajo, puesto que para las clases inferiores, la media y la baja, el trabajo es una virtud, es el camino del honor. La idea de ganarse el descanso actúa directamente en contra de la más básica libertad humana: el ocio.


Por tanto, tomar un descanso en medio del trabajo sí constituye un acto de rebeldía. Es más, si el trabajo fuera realmente sagrado, tal como lo plantea el discurso de clase, sería incluso una blasfemia aprovecharse de él para ponerse a gusto, en el momento mismo de su liturgia. La interrupción del trabajo, esbozada sintáctica y semánticamente en el título de la obra, se consolida aquí como un símbolo pictórico, al situar a los durmientes y a la sombra precisamente entre el sol sobre las carretas y los zapatos junto a las hoces. Además, el movimiento que la sintaxis del título impone en la lectura de los planos de la obra le proporciona continuidad; hay un movimiento que va del límite del sol y la sombra a los durmientes, y de ahí a la carreta y a las hoces. Así el instante, tras ganar la dimensión temporal, completa las condiciones de la existencia. La siesta, por tanto, se reproduce interminablemente.